12 abr 2013

21 días en la cárcel



21 días en la cárcel

(Basado en un programa de televisión que lleva el mismo título. El reportaje es muy bueno. Aconsejo verlo)


Soy periodista, y creí que lo iba a ser desde el día en que me licencié hasta después de mi muerte, pero no ha sido así. Pasados esos barrotes, yo soy tan sólo Adela, una reclusa más. Sin títulos académicos que me avalen, ni familia que me acompañe, ni amigos que me apoyen, ni nada… tan sólo Adela.

Inhalé aire profundamente para adquirir la fuerza que sabía que me iba hacer falta allí adentro. Nadie, excepto las autoridades de la cárcel, por si llegado el momento y hubiese algún conflicto del que me tuviesen que sacar de inmediato, sabía que yo estaba allí para hacer un reportaje.

Nada más entrar, me confiscaron mis teléfonos móviles. Después me tomaron los datos personales y rutinarios propios de un ingreso en prisión. Acto seguido, me metieron en un cuarto para requisarme todo lo que llevaba. Allí, incluso las cremas  y demás productos personales de higiene diaria no se pueden tener. Luego me hicieron desnudarme por completo y hasta me hicieron agacharme para cerciorarse de que no ocultaba nada en el interior de mi cuerpo. Algo claramente humillante fuera de aquellos barrotes que me aislaban de la apreciada libertad.

Con mi ropa en mis manos, me hacen estar esperando en una silla en medio de un largo pasillo. Allí me dio tiempo a preguntarme sí toda persona que entra en una prisión, en algún momento dado, llega a plantearse el haber hecho las cosas de otro modo y evitar así terminar en la cárcel.

Al rato me dan el uniforme y un colchón. Con ello, sigo a la funcionaria que me lleva hasta una celda de aislamiento. Jamás había estado en un lugar como aquel. Era un cuchitril. Sin ventanas al exterior, con humedades y sucio. Desde el minúsculo hueco que hay en la puerta, puedo comunicarme con tres de las presas que andan matando el tiempo sentadas en el suelo del pasillo. Una me dice que está allí por homicidio. Mató a su esposo y a su hermana con la que le fue infiel. Entonces pensé que es más fácil terminar en la cárcel de lo que nos podemos llegar a imaginar, porque llegado el momento, uno no puede controlar tan fácilmente su ira o sus reacciones. La vida es quién decide donde llegar y a veces nos conduce a un sitio que jamás hubiésemos querido ir, pero las circunstancias se imponen y también nuestras reacciones, que no siempre son las correctas.

Allí dentro se pierde totalmente la noción del tiempo. No se sabe si es de día o de noche. Tan sólo te guías por lo que te pide el cuerpo. Si estás cansada, duermes. Si no,  te quedas sentada en el colchón inmersa en tus pensamientos y en ese cúmulo de reflexiones que jamás te hubieses imaginado llegar a plantearte en tu vida.

Tan sólo cuando empiezo a oír ruido y movimiento fuera de mi celda, es cuando soy consciente de que ha dado comienzo un nuevo día.

Una funcionaria abre la puerta de la celda y me pide que recoja mis cuatro cosas para trasladarme al que será mi pabellón a partir de ese momento.

Como norma general, las celdas son compartidas, pero sólo en los casos de tratarse de reclusas muy peligrosas, deciden que no sea así. En mi caso y sólo para evitar riesgos innecesarios, deciden que yo no comparta la celda. Eso me vendrá bien. Allí dentro te tienes que hacer respetar por el resto de las presas, y la única manera, es que sepan que eres peligrosa. Si te temen te respetan. Saben que sí estoy en una celda a solas, es por algo, aunque en realidad, ellas ignoran el verdadero motivo.

Esa celda no es mucho mejor que la de aislamiento. Es tan sólo un poco más grande. Con el mismo colchón que me dieron al entrar en prisión y con una letrina tan llena de mugre que se te revuelven las tripas nada más verlo.

Una funcionaria, me explica que a las seis de la mañana, suena el timbre para que nos vayamos levantando y podamos ir al recuento.

Poco después, abren todas las celdas para que podamos estar por los pasillos, y luego, y justo después del recuento, podernos ir al patio.

Me cruzo con las otras reclusas sin mirarlas a la cara. No quiero que piensen que con mi mirada las estoy retando. El miedo es una constante allí en mí. No puedo evitarlo. Tengo que estar alerta porque tanto el peligro como la novedad de aquel lugar me acompañan. Es verdaderamente angustiosa la situación que estoy viviendo aunque no dudo que sacaré una buena lección de todo ello.

Antes de llegar al patio, paso por la sala de juegos. El día anterior, habían tenido las presas las visitas de sus niños, y los juguetes estaban aún esparcidos por todo el suelo. Una de la presa los está recogiendo y yo me pongo a ayudarla. Es maja y muy joven. Me explica su situación y las reflexiones que hace de su experiencia. -En la vida lo único que importa es el dinero. Si tienes dinero no vas a la cárcel- me dice. Aún así, admite su error y no se exculpa de lo que hizo. Si no hubiese llevado droga no estaría ahora allí. Después de recoger el cuarto de juegos, nos vamos juntas al patio y veo, por fin, la luz del sol.

Durante todo el día, nos permiten salir al patío dos horas. Son las únicas horas de todo el día en las que estás un poquito más cerca de la que era tu otra vida. Lo único que te priva de ella, es la realidad en la que ahora te encuentras y esos muros que te recuerdan que no eres libre.

Como dice la letra de una canción: “El viento me alborota y aloca mi pensamiento”. Si bien es cierto que nadie puede controlar sus circunstancias, también es cierto que somos dueños de nuestras emociones y nuestros pensamientos. Son estos los que debemos reconducir del mejor modo para evitar las consecuencias, entre ellas, terminar en prisión.

Al regresar del patio y al principio del pasillo, me encuentro con un tumulto de gente que están presenciando una pelea entre dos de las presas. Al cabo de unos minutos, las “jefas”, como allí llaman a las funcionarias, llegan para separarlas y llevárselas a cada una por un lado. Nos piden calma, que despejemos la zona y que nos retiremos a nuestras respectivas celdas. Pregunto a unas presas por lo ocurrido. Me dicen que no lo saben y me aconsejan que tenga como única prioridad mi vida, evitando meterme en problemas.

Una cosa que echo de menos, es un espejo en el que mirarme. Nunca he destacado por ser una persona coqueta, pero ser consciente del estado de tu rostro, me resulta como menos, fundamental. Me explican que los espejos allí están prohibidos porque pueden utilizarse como arma en alguna pelea.

Allí las peleas son a muerte y por cualquier motivo insignificante. Más que por el hecho en sí es por dejar claro tu hegemonía ante las demás.

Cuando llevas allí dentro más de diez días, el sonido de los barrotes pasa de ser tedioso para convertirse en algo totalmente aborrecible, despreciable e insoportablemente odioso. Esto es más duro de lo que pensaba.
Me cuesta poco ganarme la confianza de otras reclusas,  y que estas, me cuenten sus cosas. Conversando con ellas, me doy cuenta que muchas, han tenido que sufrir la cárcel antes de haber entrado en ella, y por tanto, estar allí no les parece algo tan malo como me parece a mí. -La vida real es muy jodida a veces- me comentan.

Un día a la semana podemos recibir llamadas de nuestras familias. Es en ese momento cuando te das cuenta de que todas las mujeres que están allí, es porque han hecho algo malo y eso nadie lo pone en duda ni ellas mismas lo niegan, pero todas tienen su corazón, y cuando tienen contacto con sus familiares, los sentimientos afloran y las lágrimas se hacen patentes. No puedo evitar sentir empatía al tiempo que lástima. Creo que sin duda, lo más duro de la cárcel es separarte de tus seres queridos.

La vida en la cárcel te endurece el carácter y te hace ver la vida desde otra perspectiva, una más real, de tal modo que valoras más las cosas que antes ni apreciabas.

A pesar de todo, siempre hay cabida para unos momentos de complicidad y de risas que hacen que aquello resulte menos amargo. Las chicas me confiesan los métodos que usan para saciar sus deseos sexuales. Recurrir al ingenio es un método de supervivencia cuando las cosas que tienes son un tanto escasas.

El mismo día de mi libertad estoy muy nerviosa. Quiero volver a recuperarla y volver a mi vida normal, pero también me da pena despedirme de las chicas. He aprendido muchas cosas, para empezar, a saber lo que significa la palabra libertad, porque tan sólo la conocen realmente, los que como yo un día la perdieron.
Me despido de ellas fundiéndome en un gran abrazo y ellas se despiden de mí en medio de una gran ovación. No puedo evitar emocionarme.

En la puerta, devuelvo el uniforme que durante estos días me ha acompañado y ellos me devuelven mis pertenencias. Salgo a la calle y el sol me da de pleno en la cara. Siento de nuevo la libertad, esa que allí dentro tanto nombras y por tanto, tanto anhelas.